Escribo esto mientras asistís a un cumpleaños de dos compañeros de la clase de Vero. Es domingo, 20 de octubre de 2018 y ya ha pasado más de un año desde la muerte de mamá.
No recuerdo quién definió el primer año del duelo como «un año en blanco». Sé a qué se refería pero, aunque en algunos aspectos estoy de acuerdo con ello, en otros no podía estar más en desacuerdo.
Ha sido un año en blanco porque no he sido capaz de sentir nada más que una tristeza tenaz, similar a una persistente llovizna radioactiva: aunque el tiempo hace su trabajo y atempera la agudeza de la emoción, nada escapa a la influencia de este agujero negro. Pero también ha sido el año que ha producido en mi entendimiento del mundo un cambio absoluto, donde todo ha terminado por encajar.
Utilizar la palabra sabiduría es siempre una tarea peligrosa, y creer que algo en la vida alcanza una perfecta conclusión reflexiva es ingenuo. Pero cuando las conclusiones a las que uno llega se refieren a la persistencia de la consciencia tras la muerte, entonces podemos afirmar que NADA es más importante, ni encierra una enseñanza más definitiva.
Algún día os explicaré el recorrido intelectual (para alguien como yo, no hay otro recorrido válido) que me ha hecho partir desde al ateísmo a la aceptación de que la mente puede dominar y modificar a la materia y que la consciencia es eterna. De momento os hablaré de lo esencial, pero quedaos con que todo esto que aquí os relato no tiene nada que ver con la religión, que sólo es la racionalización y el ropaje superficial de algo mucho más profundo, esencial y definitivo.
Ahora creo que la vida tiene un sentido inefable que no podemos sopesar sin caer en indefiniciones eternas e imposibles. De pronto, a lo largo de estos meses de búsqueda, múltiples conceptos inasibles, muchas dudas irreconciliables con la razón, ilimitadas imprecisiones del pensamiento encontraron un porqué.
Ya expliqué en otros artículos cómo la ciencia había alcanzado un punto de no retorno lleno de incognoscibilidad y que la mecánica cuántica nos abofeteó mientras nos reclamaba una humildad epistemológica que durante 200 años nos ha faltado.
Parte de la humanidad aún exhibe la fatua presunción de que algún día la ciencia nos proveerá de todas las respuestas, que podrá desentrañar todos los enigmas, pero eso no es tan sólo ridículo, sino completamente falso: la realidad se resiste a ser aprehendida, definida, apresada en teoremas y ecuaciones, en definiciones y corolarios.
Ese hecho invalida el primero de los puntos en que se apoyan los escépticos ateos militantes, para quienes NO puede existir nada diferente a la materia: que la ciencia no permite la existencia de realidades esotéricas. Pero es que la mecánica cuántica ES esotérica o, mejor dicho, ha convertido en científico lo esotérico.
Muchos físicos teóricos creen en un universo regido por un orden inteligente, y los que no lo hacen y proponen teorías alternativas que no impliquen la existencia de un dios, conceden que los argumentos de los anteriores no pueden ser desestimados a la ligera. Es decir, que hay datos objetivos y racionales para dudar al menos.
El segundo punto de los habituales razonamientos contra la existencia de un más allá es el de que no hay pruebas objetivas de su existencia. Pero eso ha sido rebatido igualmente: las miles de experiencias cercanas a la muerte cuentan otra historia. Su asombrosa consistencia, la constatación objetiva por quienes están vivos y presentes de los datos que ven quienes habían sido dados por muertos, la transversalidad de los relatos que todos cuentan, tan similares sin importar creencia, sexo, edad, nacionalidad, profesión, nivel sociocultural o estrato social no pueden dejar indiferente.
No voy a relatar ahora los datos objetivos de esas experiencias, ni las características increíbles que hacen imposible leerlos sin sentir algo extraordinario. Los libros de Jeffrey Long o Pim Van Lommel pueden ofreceros los datos que necesitáis y confirmar que el ateísmo absoluto es la postura más cerril de todas en este asunto, a la vista de los datos, mucho más que cualquier fundamentalismo religioso. Sólo el agnosticismo o la creencia tolerante en la existencia de un «más allá» son racionalmente posibles.
Vivimos una etapa increíble en la historia de la humanidad, porque hay datos objetivos suficientes para hacer que las palabras fe y razón no tengan nunca más que ser contrapuestas o inmiscibles. Más aún, que la razón puede conducirnos a la fe.
Ya han pasado 100 años desde los albores de la mecánica cuántica, y durante este tiempo cientos de experimentos de absoluta precisión han demostrado que la cuántica es la teoría más probada en la historia de la ciencia, la más precisa y «verdadera» de todas. El universo ES cuántico, no Newtoniano, y ese simple hecho prohíbe toda simplicidad en el juicio, toda tuiterización de las opiniones, todo titular apresurado y carente de matiz.
Pero las implicaciones personales son aún mayores: la vida no es ya sólo un lento devenir degradativo con destino a la muerte. Es algo que puede ir enriqueciéndose con un propósito. Que la sabiduría nos asalte cuando parece no servir para nada puede ser sólo una ilusión. Tal vez nunca sea tarde para seguir aprendiendo y mejorando. Tal vez el constante perfeccionamiento de todo lo que no sea materia (esta sí, imposible de detener su camino a la disolución) tenga un objetivo, un porqué desconocido pero no por ello inexistente.
Lo inefable reservado para lo que nos supera, pero alcanzable cuando el cuerpo deje de ser un estorbo. Una teleología reservada para la consciencia y vedada para la materia, motivo por el cual el mundo moderno, profundamente materialista, es cínico y nihilista, abrumado por la desesperación de la degradación física, adorador de la eterna juventud y la inmortalidad, obtenidas mediante la aplicación de tretas cientificistas.
Las implicaciones personales continúan. Ya no hay brecha definitiva en las separaciones. La esperanza es ya algo razonable y no el consuelo de los idiotas. El confort de que algún día volveremos a encontrar a quienes amamos ya no se sustenta en infantiles veleidades.
El 4 de octubre de este año, 2018, acudimos los abuelos Mari y Antonio, vuestros tíos Jorge y Javi, vosotras y yo, al acantilado donde las cenizas de vuestra madre habían sido arrojadas. Yo fui quien propuso ese encuentro, algo que hace apenas dos años ni se me habría pasado por la cabeza. Por entonces esa reunión habría sido para mí algo absurdo, habría significado honrar los vestigios materiales de una cremación, creyendo como creía que todo finalizaba con la muerte y que Miriam ya no existía ni podría existir de ninguna otra forma.
Pero ahora los aniversarios cobran otro sentido. Ya puedo mirar a los ojos de mis hijas y confirmarles que volverán a reunirse con su madre, sin la sensación de estar usando mentiras blancas para aliviar su dolor. Que la muerte no es el fin de casi nada, sólo el principio de casi todo.
Creceréis con el conocimiento de que algo más de lo que veis nos resume y nos condensa. De que la importancia de los hechos sobrepasa la de las palabras y los pensamientos y que sólo aquellos cuentan de veras.
De que nos espera un recorrido que debemos preparar en esta vida con todo el amor del que seamos capaces.