Creo que fue a principios de 2018 cuando circuló por internet un vídeo que se hizo viral: la presentadora feminista Cathy Newman entrevistaba a Jordan B. Peterson, un psicólogo clínico y profesor de la Universidad de Toronto, con motivo de la publicación de su nuevo libro «12 reglas para la vida». Peterson se hizo famoso al negarse a acatar una ley canadiense por la cual los empleados públicos debían usar toda una gama de pronombres inventados para dirigirse a transexuales y otros representantes de los sexos diversos en los que, al parecer, se clasifica a la humanidad, aunque sólo desde que la corrección política hizo acto de presencia para negar la evidencia biológica.
Aquí está el vídeo con la entrevista subtitulada
En un vídeo anterior al que está dedicado este artículo, Peterson aparece intentando dar una charla pública en su Universidad, rodeado de activistas ‘trans’ y radicales feministas que, como no podía ser de otra forma, lo insultaban al considerarlo «transófobo» (aunque muchos otros estudiantes pertenecientes a minorías igualmente sometidas lo apoyaron).
‘Transófobo’ es un insulto que proviene del prejuicio, claro está, porque Peterson declaró innumerables veces que no lo era, que respetaba los derechos de los trans y del colectivo homosexual, pero que se negaba a que una instancia gubernamental le indicara cómo debía expresarse: ese hecho contradecía el orden natural de la comunicación humana y la libertad de expresión.
Y tenía razón, porque son los ciudadanos quienes, con el uso natural y no organizado de ciertas expresiones, modelan y transforman la sintaxis, que evoluciona de forma orgánica, y son los organismos oficiales quienes las recogen y sistematizan. La Real Academia de la lengua, por ejemplo, no es más que un receptor que escucha lo que la gente dice y le da patente de validez, pero no a la inversa.
Que un organismo haga ese dictado no sólo contradice la libertad de expresión con maneras autoritarias, sino que obliga a la mayoría a alterar algo muy importante para ellos debido a una pequeña minoría. Esos cambios son a la vez epidérmicos y sustanciales: sustanciales para quien debe adecuar su discurso, epidérmicos para los que supuestamente se benefician, porque esas maniobras lingüísticas pueden ser tan sólo un azucarillo que oculte lo realmente importante: que un homosexual o un trans tenga las mismas oportunidades y el mismo trato que cualquier otra persona, no que se oculten sus derechos en forma de obligaciones para todos los demás, limitados a expresiones lingüísticas. Y, sobre todo, porque lo que debería ser una norma de educación, que se soluciona con divulgación desde la base, se transforma en mandato por ley. Llamar «negro» de forma despectiva a un emigrante africano no debería estar penado, aun siendo un comportamiento despreciable, porque en ese caso las cárceles no darían abasto. Debe ser la sociedad quien, orgánica, libremente, afee esos comportamientos como consecuencia de un proceso civilizador que se inicia desde la niñez. Pero tampoco debería ser obligatorio, por ley, llamarlo, yo que sé, «afroinmigrante». Todo constructo coercitivo no es más que una receta para el desastre y una grieta por la que se colarán otros autoritarismos de diverso pelaje.
La entrevista de Cathy Newman, legendaria sólo unas horas después de su emisión, es un ejemplo palmario de cómo la ideología, los prejuicios y la emocionalidad pueden nublar el juicio, llenándolo de sesgos cognitivos. Y de cómo una respuesta racional a la vez que intuitiva, con las emociones como apoyo y no como base principal, pueden descubrir todas las trampas que la mente nos tiende para sustentar nuestros frágiles egos y nuestras creencias forjadoras de seguridad.
Newman representó el papel del perfecto «hombre de paja» (en inglés «straw man»; me asombra la capacidad del idioma inglés para definir con sucintos vocablos y pocas sílabas lo que en castellano requiere un párrafo). Un hombre de paja es alguien que simplifica, caricaturiza y distorsiona una argumentación, y luego la utiliza como base torticera sobre la cual atacar a su oponente, dando por sentado algo que no ha dicho.
Newman se pasó media hora respondiendo constantemente con el ya famoso «so you’re saying…», es decir «entonces lo que usted está diciendo es…», para, a continuación, ofrecer la versión distorsionada, manipulada y ridiculizada de la idea previamente expuesta. Peterson, un psicólogo clínico desde hace muchos años y, por tanto, curtido en conversaciones con todo tipo de seres humanos, no cayó en la trampa de enfadarse o de continuar su argumentación como si tal cosa sino que, con amabilidad, relax y certera capacidad de expresión, negó las interpretaciones de Newman y redefinió su argumentación para explicarla con aún mayor claridad.
Cualquiera con dos dedos de frente habrá visto a una periodista presa de su enfado ante alguien que creía tener calado, y su necesidad imperiosa de dominarlo, someterlo y dejarlo en ridículo. La periodista parecía estar en misión divina, en la tarea de castigar a alguien que, era evidente para ella, había cometido un delito horrible. Lo interrumpe, intenta avasallarlo con técnicas de matón, intenta que «admita» sus «delitos».
Peterson no cede y, en un determinado momento, la conduce a un callejón sin salida lógico en donde asistimos en directo, con clarificadora precisión, al choque de trenes de la disonancia cognitiva: Newman se queda sin palabras, intentando «reordenar las ideas», pero queda también claro que acaba de ser atrapada en su propia argumentación. Lo que intenta en realidad no es reordenar las ideas, sino mantener la consistencia de su ego con alguna racionalización y salvar la ropa haciendo compatibles y coherentes dos ideas contrapuestas. Esa es la definición de disonancia cognitiva, pero en vez de usarla para crecer y comprender al otro, Newman sigue impertérrita en su labor de destrucción de toda razón.
Los comentarios posteriores de los televidentes fueron demoledores. Cuántas veces no habremos protagonizado semejantes discusiones, que se pieren en el limbo de la historia porque el que es «cazado» puede escabullirse al no tener más testigos: sólo dos personas que discuten y donde una resguarda su ego al no tener quien la juzgue salvo su oponente. Pero en este caso la discusión había sido presenciada por millones y Newman no engañó a casi nadie, sólo a sus seguidores más acérrimos y menos inteligentes. Incluso muchas de las feministas más radicales reconocieron que los argumentos usados por Newman habían sido pobres y vergonzosos.
Cuando uno escucha sin prejuicios el discurso de Peterson se encuentra con DATOS y argumentos que deben ser rebatidos con más datos y argumentos, no con opiniones llenas de emocionalidad, surgidas del pozo racional de la autoridad oficial. Como en tantos aspectos de la vida, la opinión crítica debe prevalecer frente a la presión de la masa, pero en este caso es sangrante cómo se tergiversa el contenido de un discurso al teñirlo de sospechas de ser «de derechas»
Lo que dice Peterson es, por ejemplo, que las mujeres quieren hombres competentes a su lado y que estos harían bien en dejar de comportarse como niños. Que si alguna mujer prefiere tener a su lado a hombres infantilizados será por el momentáneo placer de la dominación, pero que no es una solución a largo plazo… ¡Qué machista!
Si estáis leyendo este post ya seréis lo suficientemente mayores y habréis vislumbrado las diferencias de pensamiento, personalidad y acción que existen (por regla general, nadie niega las particulariades), entre vosotras y vuestros amigos varones. La biología, que presiona, agazapada tras millones de años de evolución, tiene algo que decir frente al culturalismo que todo lo reduce a la idea preconcebida de que somos iguales pero es la sociedad la que nos empuja a esas diferencias.
No niego la presión contra la libertad femenina que durante muchos años se ha ejercido pero, como siempre, necesitamos matiz. Debéis recordar siempre este axioma, que espero os grabéis a fuego: no hay inteligencia sin matiz; no hay opinión fundamentada que no requiera escuchar todas las opiniones y recabar la mayor cantidad posible de datos. Las cosas no suelen ser tan simples y, desde luego, no os fiéis, NUNCA, de la versión oficial sin antes someterla a la prueba del juicio crítico objetivo (si es que eso existe: dejémoslo en juicio crítico que maximice la objetividad, siempre dsupeditada a un cierto grado de subjetividad y sesgo). No me importa si vuestras personalidades os hacen tender a no indagar: obligaos a hacerlo, porque eso puede salvaros la vida.
Todo se reduce a esta pregunta: «¿Tienen las mujeres derecho a ser tratadas en igualdad de condiciones a los hombres?, ¿es justo que tengan las mismas oportunidades a priori?». La respuesta, claro está, es un rotundo SÍ. Casi todo lo demás es secundario.
Pero eso no oculta que las diferencias de comportamiento, los diferentes estilos de pensamiento y emocionales conducen a resultados prácticos y maneras de afrontar los problemas radicalmente diferentes (aunque, recalco, siempre hay lógicas excepciones). A que las decisiones de las mujeres, en general, puedan ser diferentes a las de los hombres, y a que su rendimiento según qué ocupaciones pueda ser también distinto.
Cathy Newman se empeñó en el famoso discurso de que existe un Gap salarial entre hombres y mujeres, que en UK representa aproximadamente un 9%. Peterson le dijo que esa conclusión era sesgada e incompleta, y que todo análisis univariante conduce a interpretar mal los datos y, por tanto, a conclusiones erróneas. Que el análisis multivariante, que profundiza en otros niveles, indicaba una realidad diferente, que sólo se obtiene al segmentar (he sido analista, sé que lo que dice es verdad, y eso lo sabe también cualquier otro analista, sea hombre o mujer).
Newman interrumpió para decir que a ella «no le importaba el porqué el Gap existía, sólo que dicho Gap existía». Esa afirmación es tan estúpida que da vergüenza. En el porqué de las cosas radica la decisión de si debe importarte o no, porque no es un hecho a priori, sino a posteriori. La razón por la cual sucede algo te permitirá saber si es o no importante, pero no podrás saberlo sin entender previamente dicha razón.
Peterson consiguió a duras penas matizar el dato a dos niveles: en primer lugar, las decisiones de elección de carrera de las mujeres tendían más a profesiones donde, de media, el sueldo era menor, fueses hombre o mujer: por ejemplo, la mayoría de enfermeros son mujeres, y cobran bastante menos que los ingenieros, la mayoría de los cuales son hombres. Que conste que en la escuela de ingeniería donde yo estudié, las poquísimas mujeres que había eran las mejores estudiantes, pero eran MENOS y esa es una verdad incuestionable, porque ésa había sido su decisión, y no dependía sólo ni sobremanera de cuestiones culturales, sino fundamentalmente biológicas.
Y a quien diga que tal vez sea un condicionante cultural, le cuento una interesante estadística que se publicó hace poco: en aquellos países donde existe mayor igualdad de trato (por ejemplo en los países escandinavos), es decir, donde no existen imposiciones culturales para que una mujer estudie una u otra carrera, la brecha por sexo a la hora se elegir, se AMPLÍA. Las mujeres eligen libremente y el porcentaje de enfermeras en relación al de enfermeros es aún mayor que, por ejemplo, en España, y el porcentaje de hombres que estudian carreras técnicas es aún mayor. Por contra, en los países menos desarrollados la brecha a la hora de decidir es menor (aunque existe igualmente): en ese caso, las mujeres deciden en función de criterios económicos, decantándose por aquellos estudios que le permitirán ejercer profesiones con sueldos mayores, gracias a los cuales podrán mejorar su actual situación económica. La libertad económica y de elección, fruto de una mayor igualdad, conduce a una MAYOR diferencia por sexos.
En segundo lugar, las tres características personales que predicen con mayor certeza el éxito de un profesional (entendido como capacidad de ascenso, que es como se define en la empresa contemporánea, aunque el propio Peterson está en contra de definir así el éxito) es la inteligencia, la conciencia y, de forma negativa, la ‘simpatía’ (agreableness): a mayor inteligencia y conciencia, y a MENOR «agreableness», mayor probabilidad de escalar y ganar más dinero.
Hombres y mujeres puntúan por igual en los dos primeros factores, pero las mujeres son más agradables que los hombres: estos son menos empáticos, más directos y menos contemporizadores y, aunque pueda parecer injusto (de hecho yo creo que lo es), eso los conduce a ascender más y ganar más dinero. Podemos discutir si no será más beneficioso para la sociedad que las empresas fomenten un comportamiento más femenino y ético, algo en lo que estoy de acuerdo, pero lo que Peterson dice, con objetividad, sin añadirle la carga de la adjetivación, es que en la empresa actual (sea eso bueno o malo), se asciende más si no eres demasiado agradable, y eso impacta en tu sueldo. Punto. Realidad frente a emoción y opinión ideológica.
Es lo que es, y depende del sexo en el sentido de que las mueres suelen ser más agradables y empáticas, pero NO depende directamente del sexo: un hombre empático lo tendrá peor al competir contra una mujer que no lo sea. El desempeño de un trabajo hace que con el tiempo las mujeres, de media, asciendan menos y cobren menos que los hombres. Un ejemplo reciente de este hecho es que los hombres que conducen un auto para Uber ganan un 8% más que las mujeres, pero eso es debido a que conducen más rápido. Por eso hay que decir que conducir más rápido hará que ganes más dinero y que, POR REGLA GENERAL, los hombres conducen más rápido que las mujeres. No depende del sexo, depende de la agresividad al volante (… que sí suele depender del sexo, pero no como factor directo, sino indirecto). Es decir, algunas mujeres que conduzcan más rápido que la media, ganarán más dinero que los hombres que sean más prudentes al volante. Que yo sepa, un conductor de Uber no tiene jefe, así que lo que gana dependerá enteramente de su comportamiento profesional, no de una decisión externa que pueda estar condicionada por sesgos de todo tipo.
Además, los hombres están más dispuestos a trabajar y competir lo que haga falta, y en ello influye también que la mujer, llegada la frontera de la treintena, se plantea, condicionada biológicamente, la necesidad de tener hijos y un replanteamiento de su orden de prioridades. Casi cualquier mujer que haya pasado esa frontera sabrá que eso es verdad, no importa la posición social o condicionamiento adicional. Es pura biología que no atiende a modas, opiniones, ideología o culturalismos coyunturales. Y en sí mismo eso no es malo o bueno, simplemente ES. Sólo las feministas radicales consideran que la mera mención de esta idea te hace merecedor de desprecio y de un infierno especialmente cálido. Lo que es, es, y el problema es que nuestra sociedad obliga que sólo ellas deban conciliar mundos tan contrapuestos como el competitivo del trabajo y el de la concepción y crianza de los hijos.
Decir que si uno menciona eso es que quiere que las mujeres se queden en casa es imbécil. «¿Acaso una mujer no tiene derecho a decidir no tener hijos?», escucho en ocasiones, sin venir a cuento. Claro, por supuesto, pero si quieres tener hijos tu marido no podrá sustituirte en el proceso de gestación, eso es así aquí y en la China popular, y tu carrera se resentirá si quieres competir, alcanzar «el éxito» y ganar más dinero.
Otra cosa es que redefinamos qué es «el éxito» y si compensa pasarte 80 horas a la semana construyendo algo volátil en vez de ocupándote de lo que realmente importa, algo que las mujeres suelen tener más claro que los hombres y les preocupa menos lo que piensen de ellas. Ese será el material de otro artículo, donde os hablaré de la importancia de saber, lo antes posible, qué es lo que realmente importa en la vida y qué no. En eso soléis llevar ventaja, de serie, sobre vuestros amigos varones.
De hecho, el movimiento feminista no entiende hasta qué punto obliga a las mujeres a considerar «el éxito» como lo que han definido tradicionalmente los hombres. El mensaje es: puedes no tener hijos y triunfar profesionalmente, pero a veces se enmascara en: si tienes hijos estás dejando de lado el aspecto que realmente importa, algo que ha sido, tradicionalmente, un comportamiento masculino. El feminismo que utiliza esos argumentos no está feminizando a la sociedad sino masculinizando a las mujeres, que en vez de influir en los hombres sólo asume sus roles. Las corporaciones están siendo asaltadas en sus puestos directivos por personas siniestras, en su mayoría hombres, con rasgos narcisistas y psicopáticos, porque tradicionalmente se han considerado esos rasgos como más «adecuados». Dichos rasgos son compartidos en su mayoría por hombres sin escrúpulos, por esa razón son menos las mujeres que alcanzan esos puestos que requieren actitudes típicamente «masculinas». Caer en eso implica considerar que una mujer debe acercarse a actitudes que son, paradójicamente, perjudiciales. Una sociedad que entienda que los directivos pueden ser más eficaces si son amables y empáticos (no hasta el punto de ser estúpidos, claro está), sería mucho más humana y «adecuada». El feminismo debe luchar por feminizar la forma de abordar la gestión empresarial, no en transformar a las mujeres en hombres que pueden parir.
Es una cuadratura del círculo de imposible resolución, pero siempre habrá alguien que lo quiera todo y proteste, empleando un victimismo que me desconcierta, porque exige la resolución del problema con herramientas que no sólo se enfocan en el aspecto económico del asunto, sino social y, lo que es peor, relativo a las formas: se impone la censura y la autocensura para que este hecho tan sencillo no sea ni mencionado o serás acusado de machista. La estupidez campando a sus anchas.
Peterson incide en cosas de sentido común que todo el mundo sabía desde que el mundo era mundo, hasta que la izquierda elitista hizo su aparición. La izquierda elitista es un constructo de clases medias-altas burguesas que creen saber lo que le conviene a todo el mundo, y que desarrollan con ello un sesgo autoritario que la iguala a la derecha conservadora de toda la vida. Ambas tendencias tocándose en un continuo que tiene forma de herradura y que diluye las diferencias «derecha-izquierda» hasta hacerlas inservibles. El continuo que realmente importa, desde mi punto de vista, se desarrolla ahora en una línea que va desde la libertad individual hasta la dictadura de lo colectivo, una que decide lo que debes sentir, creer, pensar y opinar haciéndote pasar por la parte estrecha del embudo y donde sólo cambia el sujeto autoritario: el estado, en los regímenes comunistas, o la corporación en el actual sistema neoliberal-corporativo.
El liberalismo o el libertarianismo de tipos como el temprano John Stuart Mill era un constructo que podía adscribirse a posiciones consideradas como de derechas o de izquierdas, pero siempre progresistas y sin perder de vista en foco en el individuo y en asociaciones basadas en la espontaneidad y la libertad de elección y criterio, no en imposiciones organizacionales. Libertad como esencia de vida, que hace que el liberalismo y el llamado neoliberalismo sean en realidad opciones contrapuestas o, mejor dicho, que el neoliberalismo sea una mutación horrible e indeseada del liberalismo, de forma análoga (aunque no idéntica) a como el stalinismo no es marxismo. En ambos casos todo se reduce al triunfo de una idea psicopática, donde unos pocos someten al resto con una excusa ideológica (la que sea).
Los liberales «Clintonianos» (identificados en EEUU como de izquierdas, manda narices) son el ejemplo de una aberración parecida: ricos que cenan en sus lujosos apartamentos de Manhattan, que dan charlas para Standard and Poor, y que se extrañan de que un granjero de Wisconsin vote por Trump en vez de por ellos. No sólo eso, sino que no buscan en ellos mismos las causas de ese comportamiento y echan la culpa al propio granjero por no «saber lo que le conviene», cuando no le echan la culpa, con infantilismo máximo, «a Rusia».
Son los mismos que han construido la extrema corrección política como forma de evitar todo pensamiento incómodo e iconoclasta que dude del dogma, y como forma de imponer a la mayoría las «ideas correctas», que suelen coincidir con intereses corporativos, para convertirlos con ello en puros consumidores (de productos destinados a la generalidad, y de ideas destinadas a la uniformidad cerebral).
Periódicos, medios de comunicación en general, cualquier mensaje dirigido a un público masivo, sólo será permitido si beneficia al aparato corporativo, transformado en el gran hermano contemporáneo. Pero, a diferencia de las dictaduras comunistas, que imitan la distopía reflejada en «1984», y en donde todo el mundo sabe que está siendo sometido, donde las herramientas de lavado de cerebro son menos sutiles, las dictaduras corporativas deben ocultar sus intenciones porque no ocupan de hecho (pero si de facto) posiciones de poder político. Por eso infectan con acciones lobistas cualquier organismo oficial para torcerle el brazo y que flaquee en su favor, convirtiendo a sus expertos en sus voceros y en propagadores del mensaje que les conviene.
La mayoría de la población sólo atiende a las figuras de autoridad, no a los argumentos basados en datos, así que se puede así construir «Un mundo feliz» de ciudadanos que no saben que repiten las mentiras oficiales, destinadas a mejorar un balance de resultados, suponga lo que suponga para el bienestar de la humanidad.
El resultado lo infecta casi todo y conlleva también la banalización de casi cualquier producto cultural o artístico, porque la cultura y el arte son armas de pensamiento que deben ser también sometidas con el fin de lograr la uniformidad hegemónica de consumidores.
El éxito de Peterson es revelador de hasta qué punto la gente necesita puntos de vista diferentes, de hasta qué punto está ávida de congruencia entre lo que siente que es cierto y lo que se le cuenta como cierto, sobre todo cuando el mensaje coincide con lo que secretamente piensan, porque descubren que en realidad muchos otros piensan como ellos y no están solos. Aunque el modelo corporativo actual quiera uniformarnos, choca de vez en cuando con los individuos aislados que elevan la voz para decir lo que muchos piensan pero no se atreven a decir. Y es muy difícil ponerle puertas a ese campo.
Una forma de hacerlo será controlando internet. De nuevo, la forma de hacerlo será más sutil que la del gobierno chino, que simplente filtró por las bravas las páginas que sus ciudadanos podían consultar. Ahora se hablará de «fake news» y quienes lo hagan serán quienes realmente las propagan. Pronto se intentará que los algoritmos muestren lo que una empresa pague para que veas, algo que antes se hacía orgánicamente y pronto se hará autoritariamente (es similar a la imposición del uso de pronombres por parte del gobierno canadiense, de la que antes hablábamos y, por tanto, tiene mayor calado que el simple respeto por los trans: impacta en la esencia misma de la libertad). Pubmed ha dejado de actualizar sus contenidos hasta nueva orden, lo que dificultará la libertad de información del ciudadano acerca de las noticias científicas y médicas. Los signos son evidentes y cuando internet caiga, tal vez la humanidad caiga con él. Espero ser tan sólo un exagerado paranoico.
No os arredréis cundo alguien quiera deciros que os equivocáis. No os dejéis intimidar por ningún grupo basado en argumentos de autoridad, ni apoyados en simple «cantidad». Ni 100 premios Nobel deben moveros un ápice si vuestro criterio, vuestros datos y vuestra intuición dicen lo contrario. Pero escuchad a todos y a lo mejor seréis convencidas por un «simple» barrendero que ha emitido un juicio especialmente sabio.
Desconfiad de los gurús, de quienes han sido aupados a voceros por un medio de comunicación, porque serán los propagadores de la corrección política y el pensamiento que interesa económicamente. No creáis nada de lo que os dicen. O sí, pero sólo si antes lo habéis sometido todo a juicio crítico y os ha convencido de su concordancia con los datos objetivos.
No temáis cuando la mayoría os intente amilanar. No confiéis en el criterio de las redes sociales y de los acaparadores de «virtue signaling». Buscad la calidad, siempre; huid de la cantidad, de la infoxicación que produce tanto el exceso de información como el exceso de personas. Decantad toda interacción y quedaos con la esencia del ser humano que tengas a tu lado. Discrimina las palabras y hechos que proceden de la máscara pública y tomaos el tiempo para desentrañar la realidad de quien os habla. La mayoría de las veces no habrá ninguna realidad profunda que juzgar, otras será muy diferente de la que observáis, para bien o para mal.
Seréis afortunadas si conseguís que vuestra pareja sea mejor de lo que parece y opina lo que quiere. En ese punto tal vez radique la esencia del éxito al emparejaros. Buscad comunidad intelectual, además de la física y emocional, porque no podrá desgastarse con el tiempo. Sé que cuando leáis esto vuestras hormonas os dirán lo contrario, pero al menos considerad lo que os digo: buscad hombres intensos que defiendan lo que creen, y al menos habréis encontrado alguien que peleará por vosotras. Sed igualmente coherentes y obrad como pensáis: os traerá bastantes quebraderos de cabeza a corto plazo, pero también sublimes aunque esporádicas ventajas a largo plazo.
Sed feministas en el sentido de luchar por la justa igualdad de oportunidades, pero no escuchéis mensajes radicalizadores de medio pelo, porque os aseguro que la mayoría de los hombres sólo queremos acompañaros y ayudaros, como iguales, en el viaje de la vida.
Os quiere, vuestro padre